Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo. ISSN 1669-9092 |
Número 7
Año III Agosto/Septiembre 2004 |
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ARTAUD O LA INTRANSIGENCIA POÉTICA Marcos Vieytes (Argentina)
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Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos/ me
tienden la copa y yo debo ser la cicuta/me engañan y yo debo ser la mentira/
me incendian y yo debo ser el infierno/debo alabar y agradecer cada instante
del tiempo/ mi alimento es todas las cosas/el peso preciso del universo, la
humillación, el júbilo/debo justificar lo que me hiere/ no importa mi ventura
o mi desventura/ soy el poeta. Jorge Luis Borges
Existe una mentira del ser contra la que hemos nacido para protestar,
escribe ya harto Antonin Artaud, harto poeta. Esa mentira -instalada como
está en los hábitos desabridos, en el no-argumento del poder, en la vanidad
de las jerarquías, en la reducción del espíritu a ritos mecánicos, en la
no-vida de todos los días que suponemos protagonizar no siendo ésta más que
el reparto de migajas regalado involuntariamente a Lázaro- falsea y
distorsiona todo ámbito de la existencia. El poeta, hurgando en lo más
secreto de sí, estalla su protesta creadora contra todo signo unívoco que no
reconozca en cada hombre un ser distinto, diferente: un único. El instante
poético es el acecho al pálpito primero de una cosa nueva, no importa cuál,
pero inédita; una cosa que pueda contener -como toda criatura recién nacida-
un margen de inocencia mayor -entendida como disposición al aprendizaje de un
idioma no contaminado y no como negación a participar de la realidad-
sustraída al mal injerto en el devenir temporal. De la imposibilidad humana
de concretar exhaustivamente este proyecto proviene la repetida voluntad de
creación, y tan invertido está el sentido ético-religioso de la condición
humana que a esta búsqueda de pureza en bruto se la condena
"moralmente" por no dejarse atrapar en sistema, norma o convención
alguna, cuando el verdadero motivo del ataque reside en su quehacer
económicamente improductivo, en su denuncia callada de la insatisfacción
inherente al ser humano considerado como instancia superior y en su
desinteresada propuesta espiritual que no deja de revelar la existencia
miserable de los poderosos. (*Artaud)
En el hacer poético radical -no en la destreza estilística- el poeta
halla y limpia -para sí y para todos- rastros preciosos de lo sagrado
perdido, de la imagen de Dios como marca original grabada en cada ser, pero
atenuada -anestesiada- por siglos de desenvoltura atea con pretensión de
absoluto. En la imagen poética se rescatan destellos del ser "hecho a Su
imagen y semejanza", pero cegado por la negación completa del potencial
imaginario humano o encandilado por el afán cientificista racional.
El surrealismo no esotérico - muy en especial cuando no creyó
imprescindible compadrear infantilmente vociferando el deicidio- revitalizó
los horizontes creadores humanos y ha sido el más religioso movimiento
estético del siglo pasado. Su penetración en el misterio sin la ambición
clasificadora del psicoanálisis -propia de toda ciencia- aún ilumina nuestro
recorrido poético. Los textos de Artaud, por ejemplo, fulguran de energía con
una violencia vital imperecedera: no pretende explicar, no pretende ilustrar;
cada letra es un fragmento de algo indecible que excede los límites de toda
palabra o signo actual y que excedieron, incluso, al propio poeta. No apartó
la vista del brillo reflexivo (en el sentido de reflejo espejado del misterio
o de la gloria, según el uso de los textos sagrados) de la imagen original
hasta que ya no pudo ver (reflexionar, razonar) más. La luz se transformó en
tinieblas, la vida en muerte en vida. La modestia propia de la revelación
poética quizás exija que aceptemos sólo muy de vez en cuando la posibilidad
de ver algo más que los destellos de la libertad reflejados en la superficie
de las palabras. Los que pueden sostener la mirada un poco más hipotecan en
esa intensidad la prolongación del privilegio. Saber de uno mismo, de
repente, es tener súbitamente la noción de la palabra mágica del alma. Pero
esa luz repentina quema todo, consume todo. Nos desnuda incluso de nosotros
mismos toda vez que tratamos de negar la saludable frecuencia del parpadeo. (*Artaud-Pessoa)
Este concreto desafío al concepto de que "a Dios -o a cualquiera
de sus manifestaciones- nadie puede verlo jamás y vivir" fue avalado por
el mismo Antonin Artaud cuando escribió que el surrealismo fue una revuelta
moral, el grito orgánico del hombre, las patadas del ser que dentro de
nosotros lucha contra toda coerción y antes que nada contra la coerción del
Padre; una profunda, una interior resurrección contra todas las formas del
Padre, contra la preponderancia invasora del Padre en las costumbres y en las
ideas. Ese espíritu blasfematorio y sacrílego se sacudió de encima la falsa
moral burguesa sustentada en la codicia y la especulación y la hipocresía
institucional que idolatró a todas las representaciones sociales humanas en
lugar de reconocer al creador que las garantizaba y les daba sentido.
Carentes del aliento sa- grado que aligera y moviliza a la materia, dichas
asociaciones -familia, religión, comunidad, cultura- previstas como
espontáneas y creativas, se transformaron en pesados organismos de
vigilancia, represión y aniquilamiento de la voluntad creadora vital en
cualquiera de sus formas. (*Artaud)
Este ataque al Padre fue más bien un intento por desgarrar los
disfraces y las máscaras de aquellos que en nombre del Padre ostentaron
tradicionalmente el poder; por desnudar la falsa virginidad espiritual de los
falsos representantes de poder sobrehumano alguno. atacar al Padre exigía
desarmarlo, desbaratar su estrategia mayor, dejarlo sin instrumento para la
lucha. Atacar al Padre debía significar atacar la Palabra del Padre. La
palabra, el discurso, el idioma es siempre portador de un sistema específico
y elaborado de pensamiento que se inocula y forma -o deforma- la
personalidad. Puede ser usada para esclavizarlo o para fomentar su libertad,
para movilizarlo o para detenerlo, para confundirlo o para alumbrarlo. El
surrealismo dinamitó el uso corriente del lenguaje: su destrucción fue la
destrucción del sustento verbal de la autoridad corrupta y ello fue tan
inevitable como crítico. En el sistema judeo cristiano del siglo primero
Cristo denunció este materialismo abstracto que entroniza a la criatura en
lugar del Creador señalando la caducidad de la letra de la Ley Mosaica y el
apócrifo edificio paralelo de la Torá oral, pero tuvo el cuidado de conservar
las piedras fundamentales de la estructura, conciente de la incapacidad para
funcionar asistemáticamente de cualquier sociedad. La libertad que roza el
poeta en el instante poético, y al que tanto contribuyeron los surrealistas,
es inalcanzable todavía en el plano político: las esperanzas y apoyos que
despertó entre ellos, por ejemplo, la revolución bolchevique se vieron
-pronto para algunos y más tarde para otros- reducidas a la más descolorida
prosa.
En un mundo organizado negativamente y atravesado por la sensación de
una herida original incurable, la libertad creadora del poeta desorganiza los
planos inmóviles de la necrópolis y resucita al moribundo. La palabra poética
no carece de sentidos, los multiplica; no abstrae ni diluye el significado de
los términos, materializa otros nuevos; en la violencia ejercida sobre la
palabra, expone la exudación física del espíritu. El ojo indiscreto del poeta
le saca al silencio todo lo que le sobra, desnuda a los seres de todos sus
nombres superfluos y ataca a las cosas en su secreto para encontrarlas en su
intimidad y exhibirlas como prueba de la pureza posible; apunta a la
reclasificación espontánea de las cosas según un orden más profundo y más
preciso e imposible de dilucidar mediante la razón ordinaria, pero de todos
modos un orden, sensible a cierto sentido, que no forme del todo parte de la
muerte. Una vez superado el desconcierto inicial y violento que el lenguaje
poético provoca -así como la voz que despierta a un sonámbulo- el ser se
encuentra en un universo de encuentros cuyos paisajes a menudo cambiantes no
le impiden ubicarse, porque ya se conoce y participa -ahora sí- del diseño de
su cartografía. Este universo no prescinde de lo cotidiano, sino que se nutre
de él y contribuye a enriquecerlo interviniendo en su devenir, sustrayéndose
unas veces y provocándolo otras. Sólo esta tensión le otorga importancia a la
obra poética, pues el poeta que se distiende o se aísla esteriliza toda su
potencia dilucidante. El instante poético es un movimiento hacia fuera, un
algo que busca la salida, que precisa escapar siempre, correr, ver el
exterior; un sonido en pos de voz, una voz en pos de palabras, unas palabras
en pos de signos, unos signos en pos de escritura, una escritura en pos de
página, una página en pos de bocas, unas bocas en pos de oídos, y así. El
poema que vale, el que justifica su registro, su inscripción material es el
que asalta al lector, el que se abalanza sobre él y lo circunda, encerrándolo
fuera de sí, descubriéndole la sobre-saliente del ser, el plus de ser en fuga
que habita su corazón entre rejas. Los versos sólo son herméticos para quien
jamás ha podido soportar a un poeta y, por odio al olor de su vida, se ha
refugiado en el puro espíritu de eterna pereza que siempre, frente al dolor
-temeroso de acercársele demasiado, de sufrirlo también demasiado cerca por
miedo a conocer el alma como quien conoce los tumores de una peste- se
inmuniza como el sacerdote en la liturgia ante los espasmos de Cristo en el
madero. El verso a veces sólo puede tomar la forma de una expectoración, de
un vómito -de un grito o de un insulto-; y amordazarlo, desoírlo o
descalificarlo no salvaguardarán la salud de los enfermos, pues la negación
aséptica, indolora y mágica del mal no impugnarán jamás su existencia. Los
jueces de la palabra poética que proscriben su libre tránsito no hacen más
que tapiar los pocos respiraderos que les quedaban y condenarse a agonizar
ininterrumpidamente entre cánulas, sueros y estertores espirituales, en tanto
se felicitan por "estar vivos", pero con el miedo a morirse
quemándoles en la garganta suicidada y vaciándole los ojos. La poesía tiene
una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles, abierta de par en par
para los inocentes. La característica del imbécil es su aspiración
sistemática a cierto orden de poder. El inocente, en cambio, se niega a
ejercer el poder porque los tiene todos. (*Artaud-Pellegrini)
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