Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo. ISSN 1669-9092 |
Número 3 Año I Abril/Mayo 2003 |
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EL DIOS Lidio Mosca Bustamante (Argentina)
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Cuando
su compañero de trabajo Van der Phale le dijo que mirase a través de la
ventanilla del avión y vio lo que su imaginación había dibujado más de una
vez en sus pensamientos el corazón se le alegró con un brinco: una gigantesca
alfombra de color verde esmeralda con manchas claras y oscuras por aquí y por
allá se extendía por doquier se podía mirar. ¡Ese era el famoso Mato Grosso,
la selva por la que pasaba el Amazonas! Mirándolo así, desde arriba, bien
parecía ser un océano de aguas verdes. Tenía a sus pies al coloso de los
colosos, a la selva de las selvas. En su seno abrigaba un suelo húmedo lleno
de vida, ramas, plantas, ríos y millones de animales. Al pensar esto, Ruud
van der Burg pensó también con tristeza en las imágenes que solían transmitir
con aquellas espantosas máquinas, que destruyen en un minuto, aquellos
majestuosos árboles que la naturaleza formó en miles y miles de años. Cerró
los ojos y borró de un santiamén esa pesadilla. Al abrirlos sonrió y extendió
una mano para recibir un Whisky on the rocks que la azafata le ofrecía
con una sonrisa. Luego miró el reloj: En poco más de dos horas de vuelo
aterrizarían en Caracas. No conocía Sudamérica y, cuando el director del
teatro le comunicó que él haría el papel del rey Claudio en Hamlet sintió una
satisfacción que ya no tenía el entusiasmo que suelen llevar bajo el pecho
los jóvenes artistas. Sin embargo, se alegraba por poder hacer ese papel y
también, por conocer un país que no dejaba de ser exótico para su espíritu
europeo. Sus
compañeros de vuelo eran a su vez los de su trabajo y el resto estaba
compuesto por hombres de rostro serio, vestidos de trajes oscuros y portando
un Laptop, otros eran jóvenes vestidos informalmente, que llevaban
mochilas y calzaban zapatillas tipo básquetbol y otros con cámaras
fotográficas colgadas del cuello, por último estaban también aquellos con
aspecto absolutamente común. El
vuelo era apacible, los rayos del sol entraban luego de reflejarse en la
superficie de una de las alas y le molestaban la vista. Cerró casi por
completo la ventanilla y se dispuso a descansar cuando, imprevisiblemente, un
ruido de piezas metálicas vibraron causando la atención de los pasajeros.
Dejó el vaso de whisky en la bolsita para colocar las revistas en el respaldo
del asiento anterior. Una sacudida violenta arrancó entonces una descarga de
gritos femeninos. Él, Ruud Van der Burg, actor de mérito del Teatro Nacional
de Holanda, bañado en todas las aguas de la experiencia y que había
corporeizado en las tablas los papeles de personalidades gloriosas como la
del emperador y conquistador julio César y otras menos virtuosas como las de
Calígula y Nerón, respiró profundo y afianzó la presión de sus manos sobre la
butaca. Cuando la segunda sacudida ladeó la máquina con violencia ahogó un
grito. Y cuando el avión se inclinó de punta y en el interior volaron
valijas, paquetes, vasos, botellas, hasta niños y un joven por al aire se
dijo que se mataban. Sin embargo, el piloto consiguió equilibrar la caída y
cuando el Jumbo pareció haber recuperado la posición horizontal como para
aterrizar Rudd van der Burg colocó su cabeza entre las rodillas y se tomó con
las manos tapándose las orejas para no oír los terribles gritos de la gente. Despertó
por los sonidos de enormes papagayos y cuando abrió los ojos se vio atado
todavía a la butaca. Se asombró porque no tenía molestias en el cuerpo, ni
siquiera un pequeño dolor de cabeza. Buscó con las manos y la vista las
posibles heridas pero no dio con ninguna. Al comprobar que estaba ileso se
puso de pie y miró a su alrededor sin hallar señales de vida humana. Llamó
fuerte para que alguien lo oyese, caminó entre los restos humanos y otros de
metal, plástico y telas que se hallaban distribuidos en forma anárquica en
una verdadera calle de troncos talados, ramas y plantas mezcladas que habían
producido el accidente. Ninguna
voz o lamento respondió a sus llamados. Estaba solo. Descubrió parte de la
cabina sobre la copa de un árbol, subió a ella ayudándose con restos de
asientos. Pensó que con los despojos de la cabina le vendrían bien para poder
refugiarse si era necesario. Buscó los instrumentos del avión, parte de ellos
parecían hallarse en perfecto estado, pero no logró siquiera diferenciar una
radio de los otros. Además, al intentar que ella funcionase, pero no tuvo
suerte. Estaba absolutamente aislado del mundo civilizado. ¿Qué hacer?
Recorrió como pudo toda la región afectada comprobando que, efectivamente, no
había sobrevivientes. No pudo hallar su valija, las únicas pertenencias
personales eran un cortaplumas con varias funciones y un mazo de cartas que
lo entretenía a menudo jugando al solitario y que lo había acompañado
fielmente desde su separación de su ex mujer. Reconoció
el equipaje que contenía los trajes del teatro; eran valijas gigantescas que
habían quedado atrapadas en el resto de la cola del avión. Se apresuró en
recoger todo aquello que podía serle útil para sobrevivir por el momento,
restos de galletitas, algunas bebidas, telas y hasta tres almohadas.
Improvisó con los asientos una verdadera escalera que le permitía subir
fácilmente a la cabina. Pensó que pronto sería hora de refugiarse allí,
quedarse abajo le pareció peligroso. No se equivocaba. Aisló la cabina del
exterior extendiendo una lona y sábanas en la apertura que había producido el
accidente. A los pocos minutos de descansar oyó el espantoso rugido de las
fieras y cuando espió por la hendidura que dejó como ventana vio tres enormes
jaguares, que, desesperados, se abalanzaron sobre algunos cadáveres de los
pasajeros. Quedó petrificado por el miedo, y, encogido sobre sí mismo, evitó
respirar. Por milagro, o quizás porque los animales tenían carne de más para
devorar, nada le sucedió. Luego, se aseguró en un rincón seguro de la cabina
del cual no podía caer, se acostó sobre el piso, por debajo de los
instrumentos, apoyado en parte sobre los pedales destrozados. Allí colocó
unas mantas a modo de colchón, se tapó el cuerpo con otra sábana para
protegerse de una posible víbora, araña o de cualquier otro bicho dañino.
Arrebujado, cerró los ojos y se quedó dormido. Se despertó a las cinco de la
mañana, algunos animales invadían ya el espacio con sus sonidos, pero como
esos sonidos eran suaves cayó en el sueño. Cuando despertó definitivamente halló
un pequeño monito que tironeaba de la sábana. Recordó el accidente y pensó
que, antes que nada, buscaría un teléfono portátil de alguno de los
pasajeros, llamaría a la ciudad más cercana. ¿A cuál de ellas? ¿Qué número
era el de la característica de Venezuela? Si llegaba el momento de poder
hacerlo podía probarlo discando a cualquier casa de familia, al azar, a
cualquier número, bastaba que fuese un número de Venezuela, aclararía todo a
la persona con la que hablase y finalmente lo rescatarían. Bajó
con todo cuidado del árbol y a pocos metros descubrió el cadáver de uno de
los pilotos. Nunca había tocado un cadáver humano, a excepción de la mano
fría de su abuela cuando niño. Se armó de coraje, giró su torso boca arriba y
tomó el revólver que llevaba en una cartuchera. Desde que los atentados de
los aviones habían aumentado en el mundo los pilotos portaban armas para
defenderse. Se sintió más seguro, lo revisó y vio que tenía seis balas. No
eran muchas, pero era algo. Tenía
que desaparecer de allí o quitar los restos humanos, porque no sólo volverían
más felinos y posiblemente otros animales que se alimentan de carne
descompuesta y el olor a putrefacción sería entonces imposible. El aire se
enrarecería y se cargaría de bacterias que podrían enfermarlo seriamente.
¿Qué hacer? Antes de tomar la decisión buscó un teléfono portátil y tuvo la
suerte de hallar dos. Pero una vez que los tenía en la mano recordó que
ignoraba cómo debía realizar una llamada internacional. ¿Debería marcar la
característica de Venezuela y la de Caracas? ¿Y cuáles eran ellas? Tampoco
conocía la de Brasil, país en el que se hallaba. De repente recordó que sí
conocía la de Argentina, aunque las distancias en Sudamérica eran tan grandes
que tal vez fracasaría en el intento. Discó cero, cero, cincuenta y cuatro y
luego una cifra de siete números y al no tener éxito intentó otras
combinaciones. ¿Faltaba discar la característica de la capital o de otra
ciudad antes del número privado? Desistió y pensó que, desgraciadamente, no
se había preocupado de llevar consigo todos los datos del hotel en el que
pararía! ¡Qué hacer, qué hacer! Se lo repitió varias veces, el corazón le
sacudía el pecho. Intentó llamar a Amsterdam, pero tampoco tuvo éxito y luego
vio que la carga de la batería del aparato se había agotado. Tomó el segundo
teléfono, pero no funcionaba, estaba descompuesto por un golpe que por el
accidente se adivinaba por una rajadura en el vidrio. ¡Maldición!, se dijo.
¿Qué hacer? ¿Cómo
podía sobrevivir allí tan sólo con un revólver y seis balas? Buscó
encendedores y fósforos en los bolsillos de los hombres hallando un buen
número de ellos. Ya era algo más. Sin perder el tiempo decidió quitar los
cadáveres humanos alejándolos del lugar en el que se hallaba la cabina.
Cuando terminó el trabajo se hallaba exhausto, necesitó seis horas de extremo
esfuerzo, porque levantar un cuerpo muerto es como levantar una roca, se
dijo. A
los tres días de hallarse en ese lugar sintió que el hambre se presentaría y
que pronto sería una tortura. Por más que buscó comida no halló más una caja
de galletas que podía comérsela en menos de media hora. Sí dio con cajas de
whisky, vino y bebidas gaseosas y luego halló una brújula muy pequeña tomada
de un llavero. La revisó y vio que funcionaba bien. Se puso tan contento con
este hallazgo que cayó de rodillas y la besó, agradeciendo al cielo. Pensó
luego buscar un camino hacia algún grupo humano de la selva, pero... ¿hacia
dónde? A
la tercera mañana, decidió marchar en busca de ayuda, se miró los pies:
¿tendría que marchar con aquellos mocasines por plena selva? Buscó zapatos de
su tamaño entre los restos de ropa que había guardado en la cabina, reforzó
el empeine de los mismos y las piernas cubriéndolos con restos de cuero y
tela para defenderse de las serpientes y munido de todo lo que necesitaba
decidió partir en busca de ayuda por la selva. Partió
lo más temprano posible tomando la precaución de hacer marcas en los árboles
para poder hallar el camino de regreso si le fuese necesario retornar. ¡Qué
gran sorpresa tuvo cuando, después de haber andado no más de cien metros en
dirección oeste le pareció tener una visión!: a menos de cien metros de
distancia se hallaban no menos de siete indígenas que parecían buscar algo
minuciosamente. El miedo lo paralizó por corto tiempo ¿Habían recibido ellos
noticia de su presencia? ¿Sospechaban algo? ¿Habían tenido noticias de la
caída del avión? Supo que si quería sobrevivir debía ponerse a salvo. Se
alejó instintivamente hacia los restos del avión escurriéndose rápidamente y
los hombres parecieron no percibirlo. Cuando llegó a la cabina pensó que lo
que hacía en ese momento era lo más desfavorable. Se refugiaba en la cabina
como un niño que busca protección en el seno de su madre, para sentirse
seguro como en el útero de ella. ¡Esa era una manera de entregarse! ¡Eso no
delataba más que miedo y si lo descubrían ahí lo matarían! ¿Qué hacer para
salvarse? Una idea se despertó velozmente en su imaginación: corrió hacia las
grandes valijas que contenían los trajes para las sesiones teatrales de
Amsterdam y rápidamente buscó el traje del rey Claudio de "Hamlet".
Cuando terminó de colocarse la corona dorada de cinco puntas y supuestas
piedras preciosas que refulgían a los rayos del sol y tomar el cetro con la
mano derecha y realizar un gesto majestuoso con la otra, elevada y señalando
el cielo con el dedo índice, se vio rodeado por más de veinte hombres
oscuros, que llevaban vinchas emplumadas de vivos colores, lanzas en la mano
y mirada asombrada. Sin pensarlo dos veces repitió el gesto majestuoso de
señalar el cielo, mientras juntaba las cejas logrando la pose digna de un
rey. Cuando
los indígenas vieron a ese hombre desconocido, de piel algo más clara que la
de ellos, con traje de luces, de enorme capa blanca cubriéndolo de arriba
abajo, con una larga estola que imitaba la piel de un leopardo y magnífica
corona brillando en su cabeza se quedaron estupefactos y, sin saber muy bien
lo que hacían, dejaron de apuntarlo con sus lanzas y cayeron de rodillas. Ruud
van der Burg no perdió la postura de monumento vivo, mantuvo por un largo
rato el cetro que parecía ser de oro macizo elevado hacia arriba mientras con
la otra, lentamente buscaba con la mano el revólver por debajo de la capa,
por pura precaución ya que esas criaturas parecían adorarlo como caído del
cielo. Con
verdadera adoración los aborígenes no se atrevían a mirarlo de frente,
actitud que el actor aprovechó para aumentar su mirada seria y dominante,
finalmente, sin dejar de mirarlos a los ojos, sonrió paternalmente. Los
hombres de la selva, muy felices de descubrir ese ser fantástico decidieron
regresar a la tribu llevando consigo nada más ni nada menos que un verdadero
dios. Marcharon
un día completo y al llegar al recinto de los Makaríes fue recibido con todos
los honores, lo esperaban porque el jefe de la expedición que lo traía envió
un indígena ligero de piernas que se les adelantó corriendo para comunicarles
la feliz novedad. Ruud van der Burg tembló de nervios cuando el hechicero se
le acercó, porque si este descubría el engaño, ya fuese por celo a su
posición elevada en la tribu o por otra razón que él podía desconocer lo
sacrificarían. El hombre que portaba la autoridad entre los indígenas lo miró
a los ojos, tan de cerca que con dificultad pudo resistir esa mirada ardiente
y desafiante. Se dijo que lo mejor era que continuase con su papel de rey, de
dios o lo que fuese, como un César frente a sus tropas o como un Nerón frente
a su séquito, así, mantuvo la mirada de absoluta soberanía. Si perdía el
control sobre su papel, perdía la vida, se dijo. El
hechicero, comprendiendo que el impacto que había causado la aparición del
extraño había sido muy fuerte, habló a su gente comunicándoles que ese hombre
era un dios que llegaba del cielo para traerles la paz, la salud y la riqueza
en la caza y en la pesca. El hombre más importante de la tribu les recordó
que hacía cuatro soles que un pájaro de acero había sobrevolado cerca de la
tribu. ¿No habían dicho los dioses que uno de ellos llegaría hasta ellos por
el aire? Tama-Ruí, el hechicero, hizo rápidamente las cuentas: él ya no era
tan joven como para cargar con todas las responsabilidades que implicaba
aconsejar y dirigir a su tribu. Cuando las cosas no marchaban bien solían
calladamente reprocharle la mala suerte. Era cierto, su alta posición le
entregaba muchos privilegios, como el de tener seis mujeres, no haber salido
jamás de caza o de pesca, ni tampoco le había tocado arriesgar la vida en la
guerra contra los Tumapalos, pero ya estaba viejo, tenía la vista nublada y
la columna demasiado curvada. Rudd
van der Burg dejó que el hechicero hiciera y deshiciera, no quería que la
tribu lo juzgara atrevido, si embargo, en ningún momento abandonó su
expresión de divinidad. Así, se limitó a mantener distancia y esperar las
indicaciones de Tamá-Ruí. El
respeto de los indígenas se vio rápidamente en cada detalle. Le construyeron
una hermosa choza sólo para él, dos veces más grande que la del hechicero y
cuatro más que la de una familia. En relación a las otras viviendas era un
verdadero palacio de juncos y cañas bambú con cuatro cómodos compartimentos.
Detrás de ella construyeron otra, del mismo tamaño y que estaba comunicado
por un pasillo. En esa segunda choza alojaron a las siete mujeres jóvenes y
bellas que la tribu le entregó. Los padres de las jóvenes se sintieron muy
halagados porque sus hijas fueron elegidas para esa misión, a partir de ese
momento, eran las privilegiadas. La
primera noche hubo una grandiosa fiesta para festejar la llegada del celestial,
le acercaron frutas y comidas muy extrañas que se vio obligado a comer. El
que no comparte la comida de un pueblo jamás podrá ser autoridad del mismo,
se dijo. Sin preguntar nada y sin hacer un solo gesto de desconfianza tomó
con las manos todo lo que le servían y copiando los gestos de los comensales
mordió y tragó de todo un poco: esa primera fruta de color rojo brillante era
exquisita, la comida de la segunda cazuela de madera –un guiso con carnes y
verduras asadas- le supo a goma quemada, pero no le disgustó. La tercera le
pareció a la vista indescifrable, le sorprendió el paladar con un cosquilleo
de pelos cortos y agudos, bien podía tratarse de una planta propia de la zona
o quizás eran patas de arañas pasadas por el fuego. Prefirió ignorarlo. Los
comensales lo observaron divertidos y se llenaron de alegría al ver que en el
rostro de dios no había ningún gesto de desprecio por lo que le ofrecían. Esa
comida fue acompañada de un baile de tambores en el que los participantes
demostraron la agilidad que tenían en sus piernas, los hombres tiritaron
elegantemente las piernas y las mujeres hicieron temblar con gracia sus
pechos tensos. Esa
noche, cuando llegó a su tienda a pasar la noche se halló en presencia de las
siete mujeres, ellas lo acostaron en su litera y lo masajearon suavemente con
esencias perfumadas. Afuera el sonido de los tambores se fue apagando como
una llama. Se estiró de espaldas sobre la litera y dejó que su cuerpo fuese
adorado como nunca antes. A
los tres meses Ruud van der Burg hizo grandes progresos en el idioma Makarí.
Y comprendió que el nombre que le habían dado a él, Tamá-Maká, significaba
"por encima de la tierra". Mientras tanto logró transmitirles a los
indígenas por medio de poses artísticas y expresiones corporales que él sabía
mucho sobre ellos, o que quizás, lo sabía todo. El arte representativo que
dominaba por su escuela de teatro le ayudó a comunicarse eximido de la
palabra y de tener que justificar su grandeza. ¿Qué dios debe rendir cuentas
a su pueblo? ¿no era él acaso el creador de sus primogénitos? Saber
todo es poder, se dijo el actor y anotaba en hojas todas las expresiones del
lenguaje Makarí. Al poco tiempo supo que el nombre de la tribu, Makarí-Utá,
significaba "Centro de la Tierra": ¡esto señalaba que esos hombres
se consideraban el centro mismo del mundo! A
los ocho meses Ruud van der Burg se había transformado en el auténtico dios
de aquellos hombres: no sólo conocía los secretos de la caza y de la pesca,
sabía construir una choza, un arco, las flechas y las ceremonias
tradicionales de la tribu. Los Makarí-Utá se divertían en verlo demostrar sus
destrezas, le rogaban, sin embargo, que no trabajara, pero él los
tranquilizaba argumentando que aquello no era trabajo sino un verdadero juego
para él. Esa respuesta solía arrancar las risas más grandes que poseían los
indígenas mostrando sus anchas encías de color rosa intenso, mientras
golpeaban con el extremo de las lanzas contra la tierra, gesto que hacían
cuando se sentían muy alegres. Pero no fueron estas demostraciones las que
más habían impresionado a sus súbditos, sino los encendedores y fósforos que
encendió antes la mirada maravillada de la tribu. Tanto les gustó la acción
que le pedían que lo hiciera una y otra vez más. Les explicó que no era posible,
porque la energía divina que le permitía hacer la luz y prender fuego en un
santiamén podía acabarse si se abusaba de los regalos que el cielo, por su
intermedio, les hacía llegar a los Makaríes. La primera vez que lo hizo los
hombres quedaron muy asombrados y luego se echaron al suelo de rodillas
besando la tierra, luego danzaron de alegría. Al otro día, cuando les
demostró las pruebas que realizaba con los naipes: les hacía elegir uno a
gusto y sin que él lo mirase lo hacía desaparecer en el mazo, para luego de
mezclar y mezclar las cartas le pedía a uno de ellos que quitase el naipe
ubicado arriba y al darlo vuelta descubrían que era justamente el que habían
elegido. Con esa única prueba hubiese bastado para fascinarlos para siempre,
pero también conocía otras, que poco a poco les mostraba. Lo más importante
era que jamás revelara el secreto de cómo funcionaban, porque entonces
perdería el poder sobre ellos. Algunas
tardes el europeo las pasaba repasando las obras de teatro que más le
gustaban representar. Allí, en la plaza principal de la tribu, vestido con la
capa real y la corona sobre la cabeza, recitaba largos pasajes de Hamlet, con
su voz potente y con el gesto de un gran regente cautivaba la atención de sus
súbditos. Esas escenas aumentaban todavía más la admiración de los indígenas. Seis
de sus mujeres estaban embarazadas, en pocos días nacerían sus hijos y el
pueblo indígena festejaría con gran efusión la descendencia de Tamá-Maká. La
compañía de ellas era una de las causas que lo mantenían todavía allí, eran
verdaderas bellezas exóticas, morenas y de largas piernas. Llevaban los
cabellos hasta la cintura, se cubrían los pechos con discos planos pintados
con vivos colores concéntricos y se cuidaban el pubis con hojas secas de
árboles trenzadas con finas fibras de plantas, hechas con tal habilidad que,
desde lejos, parecían cubiertas con las sedas más valiosas. Se
sentía feliz ¿por qué no había nacido allí? De ese modo se hubiera ahorrado
el problema de extrañar su país, y, aunque una fuerza interna lo llevaba a
pensar muy frecuentemente en su patria, en ningún momento pensó en regresar.
Los últimos diez años en Holanda habían sido desgraciados y todo lo que había
intentado no lograba superar esa situación. Del dinero que ganaba una gran
parte iba a parar a las manos de su ex mujer en forma de pago de los
"alimentos" de sus tres hijos. No tenía casa propia y la cuota que
pagaban con la esperanza de que en veinte años lo fuera era elevada. Cuando
amanecía se levantaba preguntándose qué otro pago debía hacer ese día o el
próximo y al fin de mes no le quedaba ni una sola corona en el bolsillo.
Pensaba entonces en qué había gastado, llegando siempre a la misma
conclusión: había pagado cuentas y cuentas, sin disponer de dinero para sus
mínimos deseos personales. Pensándolo
bien, se dijo, a él le había venido muy bien ese accidente. Era una desgracia
para los que habían fallecido y para sus parientes, pero, para él... ¡había
renacido en el mismo Paraíso! De
repente, al pensar así, temió que algo sucediera y le quitase la suerte que
vivía. Un
día, pidió él al consejo de viejos y al hechicero que le permitieran hacer un
paseo largo por la selva, deseo que para los hombres fue una orden. Le encomendaron
a Acát-Tuá, uno de los mejores conocedores de la selva que lo asistiera al
dios en su camino. Y el ofrecimiento de que diez de los mejores guerreros
fuesen con ellos fue rechazado por el holandés. Caminaron
siete días en dirección norte. Se orientaban con la brújula y la gran pericia
del tumba-catá o "buscahuellas" como denominaban los
indígenas la experiencia del hombre que en las hojas de las plantas o hasta
por una piedra que no se hallaba en su lugar podía leer por dónde había
pasado un hombre o un animal. Le enseño a su dios a moverse en la selva, a no
hacer ruido, a pisar con la planta del pie entera, a no arrastrar los pasos
para no despertar un posible ataque de algún animal, también le enseñó como
lograr el mimetismo con el tronco de un árbol; adherirse al tronco del mismo
con todo el cuerpo como si fuese parte del mismo después de previamente
untarse la piel –antes de entrar a la selva- con la savia de una planta cuyo
olor los felinos aborrecen, truco que podía salvarle la vida si no contaba
con otro recurso más efectivo. Partieron. Al sexto día, llegados a
un paraje abierto, sintieron que los observaban desde la tupida maleza.
Acát-tuá le hizo una seña con los ojos para que lo siguiera y dando dos
saltos se echó a las aguas de un arroyo. Una vez en él Tamá-Utá miró la causa
de esa decisión: vio un gran jaguar enfurecido que amenazaba entrar también
al agua, pero sin quererlo, echaba zarpazos al aire y rugía muy enojado
mientras sacudía su enorme y compacta cabeza y mientras abría al máximo su
temerosa quijada. Durante
esos días de marcha aprendió tanto sobre los secretos de la selva como no lo
hubiese logrado en varios meses en libros. Entre otras cosas aprendió a
dormir sobre los árboles. Acát-Utá le mostró en cuales de ellos se podía
descansar y en cuales no debía hacerlo; en algunos se movían las boas
constrictoras y en otros las venenosas. Así sobrevivía esa gente en la selva.
También aprendió que la vida que tenía lugar en la copa de los árboles era
tan rica e importante como la que se desarrollaba sobre la tierra. Pensó
luego que las calles de las ciudades no eran menos peligrosas, por lo menos
uno debía saber por dónde podía cruzarlas, por ejemplo, nunca cuando un
semáforo da la señal en rojo. Hay que saber distinguir en ellas qué calles
oscuras en algunas ciudades violentas estaban llenas de asaltantes, tan
peligrosos como lo es un jaguar hambriento, y dar un paseo más allá de las
diez de la noche es casi un mero suicidio. Y si allí en el Mato Grosso no era
aconsejable pasar demasiado cerca de los caimanes que se hallaban como
petrificados, esperando alguna presa que se colocase al alcance de sus
terribles fauces, en la ciudad lo era trepar en un tren que se hallaba en
movimiento. Al
cuarto día llegaron al Río de la Quebrada de los Papagayos Rojos, lugar que
el mismo Acát-tuá señalaba como el límite del mundo Makarí-utá. Ningún hombre
de su pueblo había nunca cruzado esa aguas. "Son las aguas de la
muerte" le susurró el indígena al oído, como con temor que alguien los
oyese, allí, en ese paraje de inmensidad, mientras observaban las aguas
marrones que corrían a brava velocidad. "Y más allá, ¿qué hay?",
preguntó el dios. "Más allá está la muerte", le contestó el indio.
Ruud van der Burg le sonrió. Pensó qué podía pasar si él desmentía el valor
de ese tabú. ¿No era él acaso el dios Tamá-Maká? "Acompáñame", le
dijo al aborigen. "¡No, allá está la muerte!", respondió con miedo.
"¿No ves más allá del río que sobre los árboles saltan los pájaros de
rama en rama y en el mismo cielo vuelan? ¿No los ves vivos?" Acát-Tuá
sonrió feliz. Lo siguió después de cargar el arco con una larga flecha.
"No necesitamos eso, ahora, lo que necesitamos es una balsa y dos buenos
remos. Vamos, hagamos una pequeña balsa y cruzaremos". La
conciencia le preguntó si él actuaba bien. Su autoridad de dios lo llevaba a
aquel simple indígena a desobedecer un tabú que había regido siempre en su
tribu, seguramente lo había creado algún hechicero anterior a Tamá-Ruí para
protegerlos de algún peligro, tal vez los habían atacado otros habitantes
indígenas que llegaron de más allá de la otra rivera. Cuando Rudd van der
Burg le preguntó quién había prohibido el paso del río, Acát-Tuá lo miró por
primera vez con desconfianza. El actor le dijo entonces que se lo preguntaba
para ponerlo a prueba. No había que temer, aseguró otra vez más, señalando
con el dedo la otra costa y asegurándole que todo era igual del otro lado. De
repente, recordó la Biblia: ¿No estaba él tentando al hombre simple como lo
hizo la serpiente en el Paraíso? Se sintió muy mal porque se comparó con
Satán. Llegaron
con dificultad a la otra costa, porque la corriente del agua era fuerte y
Acát-Tuá no era buen remador. Luego de andar media hora hallaron un sendero,
señal de que cerca de allí habitaban hombres. De improviso oyeron ruidos
extraños para el indígena, pero no desconocidos para el holandés. Esos ruidos
delataban que no muy lejos de allí alguien golpeaba piezas metálicas. Se
acercaron con mucha sigila: el asombro de Ruud van der Burg fue también grande
cuando al espiar protegido por el tronco de un árbol vio que a unos cien
metros de distancia había hombres y camiones en movimiento. Máquinas de
forestación avanzaban por la planicie abierta por la mano del hombre. Cuatro
hombres levantaban una barraca y a un costado se hallaban dos inmensas pilas
de troncos. La civilización había llegado hasta el río de la muerte. "¿Qué
hombres son esos?", preguntó Acát-Tuá, con verdadero pánico en el
rostro. "¿Son todos dioses como tú? Eso es imposible...", murmuró
incrédulo. Acát-Tuá
veía que esos hombres tenían el mismo aspecto físico que Tamá-Maká. En sus
ojos se reflejó una vez más esa expresión de desconfianza que el europeo ya
le había visto. El europeo comprendió que estaba perdido, nunca imaginó que a
tan poca distancia de la tribu darían con la civilización blanca. Comprendió
que el indígena contaría todo a los Makaríes, que habían visto una
civilización distinta, que tenían animales enormes y duros que rugían como
truenos, capaces de llevar miles de troncos sobre el lomo. Les diría también
que esos hombres eran idénticos a Tamá-Maká, que tenían la piel más pálida y
algunas zonas rojas en la cara, entre la boca y las orejas. Ruud van der Burg
sabía que el indio ignoraba hasta el momento la existencia de otra
civilización, pero sabía también que esos hombres no eran tontos. Lo habían
demostrado cuando él les hizo el truco de los naipes. Sin conocer los signos
de los números y los dibujos bien podían diferenciar la carta que habían
elegido. Él lo había comprobado, a propósito, para saber cuál era la
inteligencia que tenían: en una oportunidad les colocó una carta falsa, hecho
que descubrieron rápidamente. Su capacidad de asociación le bastaba a
Acát-Tuá para sospechar que él los había engañado de alguna forma. ¿Qué podía
hacer para evitar la catástrofe que se le avecinaba? Podía hablar con los
hombres y contarles lo sucedido, regresar a Holanda y seguir con su vida de
antes. Se podía despedir de Acát-tuá recomendándole que no contara nada a sus
hombres. Los podía convencer de que los blancos invadirían la tribu, les
quitarían todo, destruirían su pueblo y la selva, les diría. En cuanto a lo
que a él concernía las cuentas que debía allá en Holanda habían aumentado a
una cifra impagable durante sus meses de ausencia! Y su ex mujer se habría ya
encargado de quitarle lo poco que le quedaba. ¿Qué hacer? Pensó en la otra
posibilidad que le quedaba: eliminar a Acát-Tuá y regresar sólo a la tribu
Makarí-Utá. Una vez allí diría que el indígena había muerto por un accidente,
lo había picado una serpiente, diría, o una araña... daba lo mismo. ¿por qué
debía él renunciar a la vida de un dios? ¿Sólo porque Acát-Tuá había
descubierto su secreto? Le
indicó al indígena que lo acompañara en silencio para no ser descubiertos y cuando
estuvieron del otro lado del "Río de la Quebrada de los Papagayos
Rojos", seguro ya de que los hombres blancos no podían oír el disparo
mató al diligente Acát-Tuá por medio de un tiro en el pecho. Regresó
a la tribu simulando grande tristeza. Mujeres y hombres guardaron luto por
diez días, el que se manifestó callando durante ese tiempo. Después regresó
la normalidad y el dios gozó de sus días de paz junto a sus mujeres las que
pronto le regalaron dos niñas y dos niños muy sanos y fuertes. Su felicidad
era completa y cuando recordaba las dificultades de su vida de hombre
civilizado era ella todavía mayor. Un
día, varios hombres Makaríes le dijeron que se irían de caza en dirección
norte y al preguntarles por cuántos soles faltarían le contestaron que
aproximadamente doce. Comprendió que si emprendían esa cacería podían
encontrar la civilización blanca, esos hombres blancos habían llegado
posiblemente ya a la orilla opuesta, y más aún, los indios podían hallar el
cadáver de Acát-Utá, al que él había abandonado sin cumplir con la ceremonia
de la muerte que consistía en enterrar sus restos. Si esto sucedía revisarían
el cadáver y quizás darían con alguna costilla destrozada por el disparo, o
con el proyectil incrustado en la columna vertebral. ¿Cómo saberlo? Él le
había disparado sin revisar luego el cuerpo. Se había limitado a tomarle el
pulso y comprobar que había fallecido. En fin, descubrirían su crimen y eso
pondría fin a su felicidad. Ya no sería un dios sino un vulgar asesino. Lo
matarían, sí, lo condenarían a morir bajo tormentos. ¿Qué hacer? Reunió al
consejo de hombres viejos después de consultarlo con Tamá-Ruí. Les comunicó
la decisión que había recibido de los poderes del cielo: No debían ir por
ninguna causa en dirección al norte, esa expedición no podía resultar
beneficiosa para el pueblo Makarí-Utá. Los poderes del cielo amenazaban con
quitarles las presas de la caza y acabar con los peces de los ríos, desataría
tormentas indomables, enviaría enfermedades desconocidas con las que
sufrirían lo indecible. Y si acataban la voluntad azul se beneficiarían con
mucha salud, pesca y caza. El
punto norte era enemigo eterno de los hombres Makarí-Utá, les dijo, aquella
era la dirección de "Los Malos Espíritus". Los hombres acataron la
orden y condenaron todo aquello que llegara desde el norte. Los vientos, la
lluvia, los truenos y los relámpagos fueron incorporados con mayor
importancia en la religión de los puntos cardinales. Los vientos del norte
fueron descritos como los alientos por los que se expandían las enfermedades,
la lluvia era la que ayudaba a crecer esas desgracias, los relámpagos eran
las luces que le daban la energía a los malos espíritus y los truenos eran
las voces de ellos cuando estaban enfurecidos. Con
el correr del tiempo se desarrolló un nuevo culto y el mismo Ruud van der
Burg se encargó de alimentarlo organizando la liturgia que pasó a ser parte
de las costumbres de los Makarí-Utá De
vez en cuando pensaba –sin nostalgias- qué hubiera sido de él si regresaba a
la civilización. Y hallándose en esa circunstancia ninguna mujer hubiese
querido acompañarlo en su destino, por lo tanto, se hallaría sólo y
abandonado. Se sentaba a la puerta de su choza, rodeado de sus mujeres y
niños y gozaba observando como sos hombres y mujeres se ocupaban de sus
tareas en aquel Paraíso. Y él sería infeliz, hasta podría estar preso por no
poder pagar sus cuentas. También pensó, mientras sus mujeres lo acariciaban,
que él deseaba que los hombres blancos nunca descubriesen la existencia de la
tribu Makarí-Utá. Sus hombres contaban con el apoyo de Tamá-Maká, que
concentraba todos sus poderes para detener el avance de los hombres blancos.
Trabajó con todas sus fuerzas de ser divino para que así fuese, amén. |
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