Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo. ISSN 1669-9092 |
Número
13 Año IV Septiembre 2006 |
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REFLEXIÓN SOBRE UNA FELICIDAD HEDÓNICA Daniel Alejandro Gómez
(España)
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Introducción Todo
hombre, salvo patología, se resigna a tender hacia a la satisfacción, como un
estado resignado, un bien intermedio ante la obtención del bien superior, al
telos supremo del que hablaremos. En efecto, la satisfacción es menor que los
placeres que conducen a la eudamonía o felicitas; placeres en principio subsidiarios,
como estados larvarios del bien supremo, hasta que se renaturalizan y, en el
orden explicativo, se resemantizan en el concepto de la felicidad. Los bienes
placenteros, cuando se maximizan hacia la felicidad, cambian, hacia ella, su
esencia y concepto. Referente, pues, a los placeres
que conducen a la felicidad, las virtudes, en el sentido aético y hedónico
que propongo, tales como paz, amor, alegría, templanza, son bienes de dicha
material y tangible o de psíquica concepción, son una finalidad hacia la
felicidad, pues, cuya inteligibilidad entre psique y fisis veremos, y con los
que, debido a su maximización y resementización, es decir conducidos hacia el
concepto de la felicidad, llegaremos a algo más que la satisfacción o al
placer, llegaremos al telos supremo, que puede lograrse, por ejemplo,
mediante alguno de los bienes antedichos; a la suma realización, en fin, dentro
de la jerarquicidad placentera que propondré: a los placeres, pues, y en su suma realización
jerárquica: la felicidad. En el asiento real del concepto,
en la referencia de este planteo de cuño verbal, veremos a la felicidad en su
carácter y apuesta psicofisicalista. En efecto, es un estado, conseguido
en la obtención de un bien capacitado para el goce; ello se puede sonsacar en
virtud de que resulta referible o pensable respecto a un estado psicofísico
susceptible de descripción. La felicidad es generalizable en
los hombres, aunque no uniforme ni universal, y posee cognoscitividad, desde
luego, en un orden lingüístico como el filosófico. Pero claro que cada hombre
entiende, intuye y, por ende, logra practicar, si puede, de distinta manera a
la felicidad; es decir, aunque el objetivo- en el sentido de su descripción
en un estado sumo psicofísico, y relativo al mismo tiempo a la general,
aunque también algo especificable, dotación psíquica y material del hombre-, aunque
el objetivo, pues, sea el mismo, los medios son distintos. Respecto a la radicación
lingüística del término, me abstendré de cualquier genesia o radicalidad etimológica
o filológica, tal como prosperidad, fecundidad, fortuna, que enraizan en los
etimos latinos o griegos. La semántica del concepto referirá a un óptimo
estado conjuntual de la psique y de la fisis humana; estado óptimo, pues, y
al cual tienden los actos psicofísicos del hombre. Para alguien, la felicidad
podría ser el alimento, para otros, el poder, para otros la maximización del
placer proporcionado por la paz, para otros, la maximización del placer de la
bondad. La felicidad, en su bien realizado, ya lo veremos, y en sus medios
telósicos, es individual, y su estado tal
vez natural, también veremos de ello más adelante, puede tener una postulación
ideal, heurística para este ensayo; respecto a la postulación ideal, pasemos,
sin embargo, al orden de las ideas prácticas: diremos, así, que la felicidad llega
a la pulsión tanto del alma como del cuerpo, y a su fundamental
característica de carencia ética preceptiva. Es destacable, en cuanto a la
homogeneidad descriptiva de la capacidad del goce, a que también existe la
hedonicidad en la sensualidad psíquica, la posibilidad del goce o máxima
dicha anímica. Por otra parte, en cuanto al natural apego del hombre hacia lo
hedónico y su suma realización, la felicidad en su carácter psicofísico, se
destaca, quedó dicho, en su aeticidad, aunque no necesariamente antieticidad;
en efecto, así como los desideratum plenos han de retraerse, veremos, ante lo
real, es posible, ante el querer armonizado con el poder, que el deber haga
una vida correcta y dichosa, aunque no necesariamente feliz. En efecto,
cualquier tipo de intervención ética, en la pureza eudamoníaca, es ajena a
los impulsos del hombre, impulsos solitarios asaz individuales, pero que,
como veremos, se verán encauzados y turbados, hasta la aceptación de la
situación, por la realidad ante el impulso deseoso. A favor del carácter
específico de los medios y los bienes felices, en el sentido específico éstos
últimos no de su abstracción conceptual sino de su diferente naturaleza en
los hombres y en la vida del individuo, los hombres, en efecto, no somos
iguales, siquiera semejantes, y las construcciones sociales, tendentes a la
ingeniería ética, propagan una convención que maximiza las semejanzas no
solamente válidas de la especie, sino también, y es algo más discutible, a la
apuesta unificadora de las ideas y las prácticas interactuantes; la
interacción, social y política, es impulsada por las generalidades
maximizadas, pero la felicidad, o los placeres, obviados o minusválidos ante
la legalidad política y la socialidad, entienden la diferencia, la
desemejanza, la eminente individualidad del hombre, y- relacionando- de sus
medios y objetivos concretos eudamoníacos. No obstante, ante los bienes
particulares y ante su concretización, poseemos, entiendo, una definición de
la felicidad más o menos general, asentada en las capacidades y consiguientes
desarrollos psicofísicos del hombre, entendiendo al hombre, ya lo veremos,
como un hecho amistoso de la fisis y de la psique: hecho psicofísico,
imprescindencia del alma ente el cuerpo y del cuerpo ante el alma. La felicidad,
medios y bienes particulares. Concepto generalizable. El hombre naturalmente tiende al
hedonismo. O, por lo menos, no en virtud de una tendencia fanática, sí en un
aspecto menos negativo, a lo hedónico, sea en la escala satisfactoria y
placentera, sea en la primacía del telos eudamoníaco. En efecto, los
artefactos, llamémoslos así, en donde se realiza la virtud eudamoníaca, sean
los que sean, no siempre coinciden con un estado ideal deseoso del hombre, o
incluso, una vez aceptada la realidad limitante, con la posibilidad y poder
psicofísico feliz. Valga la disquisición de que la ética, en busca no
solamente del placer, sino también respecto a que ha de resignarse a la
satisfacción y, más bien, a veces a un deber doloroso y molesto, se disocia
muchas veces con los estados eudamoníacos. En su carácter hedónico y
sensible, ante la fría abstracción universalizante, podríamos, entonces,
particularizar los medios hacia la felicidad; pero el objetivo, en cuanto a
su conceptuación, a su enunciación descriptiva, acaso, y en el aspecto del
orden de la facultad y práctica psicofísica, es homogéneo, general: la
felicidad, por ende, y desde este punto de vista, es un concepto general, y,
como decía Heidegger, hemos de fundamentar, de alcanzar el suelo; un suelo,
profundidad hacia la cual tienden todos los hombres. Debemos decir que el
objetivo feliz, visto en la abstracción descriptiva, es general, pero sus
medios, así como los objetivos logrados, siempre diferentes en un mismo
hombre y en los hombres en general, que pueden proporcionar la primacía del
placer, son particulares. Se puede generalizar y abstraer en la descripción
de la felicidad, pero la mediación hacia el objetivo y el objetivo de cada
individuo, y referido ello a la diversidad, heterogeneidad de los bienes
posibles de cada individuo en su eudamonización, es individuada y concreta,
mientras que la descripción del estado proporcionado por la obtención del
objetivo, por la posesión del bien máximo, siempre éste individual, es
generalizable, en los parámetros de una episteme psicofísica eudamoníaca. Para ahondar un poco en este
concepto fundacional, hemos de alcanzar lo más superficial en el concepto,
los hechos y bienes anteriores al desvelamiento del estado del sumo placer. Dentro
de la jerarquía dual de los placeres, los placeres en sí y el placer máximo, el
placer sumo, pues-y por ello deja de ser un placer para pasar a una conceptuación
distinta y más suprema-, es la felicidad, aunque un hombre, con su dotación
psicofísica limitada, y por ende con su objetivo feliz limitado, puede,
aunque sus efectos son idénticos, particularizar también sus momentos o
hechos felices: ellos pueden ser distintos en su vida, con distintas, pues,
virtudes mediadoras hacia el telos eudamoníaco. Y el mismo individuo, además
de tener, y es un hecho que invididualiza al invididuo, sus distintos medios
de felicidad, también lo logra mediante distintos objetivos, aunque la
descripción generalizante, siempre en los parámetros de su facultad y
capacidad psicofísica, del asiento placentero puede ser equivalente y, pues,
genérica. Deseo y realidad La felicidad, el estado teleológico
por excelencia de la vida humana, es imposible: el deseo, siempre dentro de
los límites dotacionales de las concepciones psíquicas, del desarrollo de la
imaginación psíquica, es, y pues valga la paradoja, omnipotente. La ética es
prescindente ante las pulsiones solitarias deseosas, pero claro, que, ante la
realidad, la querencia deseosa ha de recluirse ante la potencia, nunca
omnímoda, que impone la realidad. Sus ideas, en las esferas del deseo, no tienen
límites, y la felicidad, todavía en un estado ficcional, imaginativo, tiene
allí su residencia ideal. Para comprender un poco las limitaciones de la
realidad al deseo feliz, hemos de tomar este deseo solitario, esta
abstracción del hombre ante las cosas y los otros hombres, como un esquema
ideal y un punto de partida. Poniendo
al hombre como un texto, digamos que su contexto le perturba. Sea la
naturaleza, sean los otros hombres, el hombre, antes que sentir que tiene
límites, se siente limitado. Todo hombre quiere ser un dios, pero un dios hedonista,
un dios feliz y tajantemente tendente hacia lo feliz: así el hombre ideal
ilimitado, si estudiamos las pulsiones y la conciencia libre, es hedonista. Alguien,
en su absoluta soledad, puede desear ser el rey del mundo, o dios; son éstos los
más íntimos y, en un sentido a veces solamente intencional, a veces de
pulsiva plenitud, aéticos deseos, lindantes con lo que el morbo médico llama
delirios de grandeza, pero por ello estrechamente veraces en cuanto a sus
apetitos. Saltando de esta intimidad acaso enfermiza, llegaremos a una
postulación que permitirá nuestra praxis ensayística. Así como la facultad más
notoria, acaso, del dios cristiano sea la omnipotencia, el hombre, en su
plenitud, también aspira a la omnipotencia, pero, en su carácter finito, a
una omnipotencia de solamente un objetivo, placentero, hedónico incluso en su
carácter de placer racional: precisamente, la felicidad. Todos sus otros
objetivos, conciente o inconcientemente, como la bondad, la virtud, la
riqueza, el dominio, son medios para la felicidad, que es el concepto, estado
psicofísico y objetivo más alto no solamente de los hombres, sino, en su
carácter general, de la humanidad. Es un ejemplo abstracto, pero
que nos permitirá un punto de partida; es éste, entonces, un esquema, un
ideal… El hombre en soledad carece de
conciencia de capacidad punitiva; si el hombre ha de definirse mediante el
mundo y los otros hombres, si su tabula rasa, digamos, la escriben él, el
mundo y el resto de los hombres, en la soledad, en ese estado abstracto,
imposible, pero ejemplificador, el hombre carece de conciencia influida e
influyente. La mala conciencia, y, por ende, la capacidad de culpa y
sufrimiento en el interior del hombre, se define mediante los objetos
externos. Los actos del hombre, muchas veces, lo dicen o dejan intuir las
religiones, están dirigidos a los demás. La ética, acaso, necesita no un
individuo sino una sociedad. Aunque definamos a la ética como lo interior del
hombre, dicho interior posible está definido por los demás: son los actos
hacia los demás o pensando en los demás. Pero el hombre, en su estado ideal,
autoactuante, es, salvo patología, hedonista o hedónico. La conciencia, único
método por el que la soledad del hombre podría ser perturbada, está definida
por el contexto y la circunstancia, por el interacto y no por el acto
solitario. Pero el ideal nos permite aclarar las ideas. De los ideales nacen
las ideas más prácticas, y el deseo omnipotente de la soledad del hombre
acaso nos sirva para contextuar, en fin, al hombre, para situarlo en la
capacidad sufriente o turbadora de la circunstancia, en su choque inevitable
con los otros hombres y el mundo. Todo hombre desea la omnipotencia, la
posibilidad de que nada le sea imposible; y todo ese haz de furiosas
posibilidades confluyen, lo dijimos, hacia la posibilidad capital y eminente:
la felicidad; en este caso, y a la altura de estas reflexiones, siempre de
carácter ideal. No obstante, el mundo, las cosas
y el resto de los hombres se enfrentan al individuo; el individuo, en su soledad,
acaso podría ser feliz plenamente, introspectivamente, aunque con la
salvedad, en su calidad finita, de su limitada dote psíquica. Sin embargo, en
la existencia de la circunstancia, del contexto individual, y en el choque de
los deseos de otros hombres, de otras cosas y de otras instituciones,
agrupaciones o individuos, la felicidad pasa de ser una idea a ser un ideal;
la felicidad reducida a un deseo, a un resto de esa facultad omnipotente, es
imposible. No
obstante, el deseo no es un deseo puro, no es una imposibilidad pura. En ello,
la felicidad, aunque no posible, sí que es plausible, y, usando un término
más vulgar, aunque es imposible no deja de tener una dificultosa posibilidad.
En ese deseo reprimido, en esa plenitud blasfema y omnipotente, el hombre
posee la superación del dilema entre el deseo y la realidad… Es el deseo, pues, en su soledad
de una conciencia no manchada por la interaccion limitante, y la realidad,
con su interacción limitante, concreta y física y su influjo sobre la conciencia.
La conciliación entre el ideal y la idea, entre el deseo y la realidad, será
la posible, aunque no ilimitada, felicidad del hombre. Por lo
tanto, además del ideal, hemos de ver la circunstancia del individuo. Además
de su relación con la naturaleza, a la que el hombre, volviendo a su estado
ideal y solitario, desea dominar e imperar, es, sin embargo, el
reconocimiento de los semejantes, la interacción humana, la que proporciona,
salvo patología, sea la felicidad, sea el sufrimiento, sea un término medio.
Aunque tenemos cosas generales, es indispensable la individuación del hombre,
y, por ello, su neta diferencia, y, también por ello, el choque, la armonía
no natural, pero, en vista de ese libre albedrío y consiguiente voluntad y
búsqueda o lucha voluntariosa por esas elecciones que tienen en cuenta el
imperio imprescindible de la realidad, de esa elección entre deseo y
realidad, el hombre asume el choque, y puede hacer, de este choque, en su
búsqueda de reconocimiento, como un sustituto del deseo solitario, una
experiencia feliz; es decir, una armonía y conciliación convencional, con el
ímpetu de las emociones y el intelecto. El reconocimiento, sea interpersonal,
sea social, sea popular, es un medio eudamoníaco, y que es particular, porque
dicha búsqueda de reconocimiento y su logro serán particulares: la felicidad,
en cambio, el objetivo, ha de ser general y generalizable para su
conceptuación. En los medios, el individuo; en los objetivos felices, en su
abstracción conceptual, el género. La felicidad, así, como concepto general,
aunque vivida de diferentes maneras, según sus dotes y desarrollos físicos y
psíquicos del hombre, es una teleología plausible para su generalización. El hombre psicofísico
y su ética y la felicidad: una descripción explicativa. Por lo
tanto, qué es este objetivo, este concepto general, a lo que tiende el
hombre, una vez aceptada la realidad de no ser único, una vez aceptada su
interacción, sus actos limitados, su conciencia y pensamiento limitados por
la existencia de la otredad tanto cósica como humana, una vez aceptada, en
fin, su limitación, por cuanto su feliz soledad ideal se ha ido. En su
calidad física y psíquica, el hombre, salvo patología, tiene dotes eudamoníacos:
ello es, pues, el placer máximo. El sumo placer psicofísico, pues, como
mixtura entre deseo y realidad, una vez desechos del ideal solitario, es otra
manera de llamar a la felicidad posible. Ahora bien, qué es el placer. La
fisiología y la psicología nos pueden ayudar, viviendo en nuestros tiempos de
imprescindencia científica, aunque siempre, y la historia sabe mucho, hemos
de hacerlos sospechables. La fisiología, entonces, nos rinde un carácter más
apto, en virtud de su tangibilidad más describible; la felicidad, acaso, por
ejemplo, en el goce corpóreo sexual o erótico, nos permite una de sus dos
caras psicofísicas; y, por otra parte, en vista de su característica
inasibilidad, de su carácter impalpable, sutil, exasperantemente abstracto,
la psique es más compleja no solamente en su definición de por sí, sino,
además, en sus fines felices. Debemos destacar, pues, el
carácter psicofísico de la realidad humana. El caminar, por ejemplo,
considerado como hecho físico, tiene un asiento intelectual; la comida, como
hecho físico, y yendo al terreno de los placeres, puede tener un estado de
relajación mental: es, también, un hecho de la psique, y un placer de la
psique al mismo tiempo que del asiento material del hombre. Yendo al grano, a
los placeres, podemos decir que el amor, en su práctica sexual, es eminentemente
corpóreo y físico, pero también, incluso en sus casos menos amorosos, obtiene
una relajación psíquica, una satisfacción mental. Leer un libro es un placer
psíquico, pero, pensemos en los hiperestésicos verbales, también tiene
facultad corporal; el lector puede sentir las palabras; tengamos en cuenta al
respecto, aunque sin olvidar su facultad psíquica, a la capacidad somática
del lenguaje e incluso de los signos en general; no olvidemos, entonces, la
calma suscitada, incluso en planteamientos y apuestas doctas y terapéuticas,
de la somaticidad verbal. La palabra influye en los actos del otro. El oyente
actúa según las palabras que escucha. Los actos psíquicos- el signo por
ejemplo- influyen en el estado somático del meditador psíquico; los hechos
físicos, como el caminar, tienen consecuencias en la psique. Pensemos que
cada facto físico del hombre es imposible sin actividad mental, sin
psiquismos. A cada corporeidad su psique, a cada psiquismo su cuerpo, aunque
cada cual tenga preeminencia. Así, pues, los placeres, como los actos en
general del hombre, como los sufrimientos del hombre, han de ser tanto
físicos como psíquicos; la felicidad, en fin, como los otros actos y estados
del hombre, es psicofísica, aunque, en la mezcla, algún elemento, según el
tipo de bien supremo de cada individuo, prevalezca más, en virtud de la
capacidad individuatoria del hombre feliz; un hombre feliz que puede obviar o
minusvalorar a los mandatos éticos… Porque la ética, lo dijimos, no
necesariamente conduce a la felicidad; un hombre, en efecto, en el carácter
aético de lo hedónico y lo hedonista, puede sentir placer haciendo sufrir,
por ejemplo, o incluso puede obtener, siempre que no lo tomemos como un
estado patológico, felicidad. La ética, en su carácter de ingeniería, de intervención
anímica y actuante sobre los hombres, no puede coincidir con la parte
omnipotente de los deseos, que puede ignorar la legalidad o la moralidad. Acaso
la síntesis de los desfases humanos, sea la falta de coincidencia entre el
sumo placer, e incluso los placeres, y también entre la legalidad y la
legalidad ética, según la entiendan éstas últimas, en el orden mundial, las
religiones, le ley, la filosofía, las costumbres naturalmente éticas… El canon griego, por ejemplo
Aristóteles, entendía más o menos a la felicidad como una disposición
psíquica, desatendiendo el hecho del hombre psicofísico. Desatendiendo, pues,
los actos conjuntos entre la psique y la fisis humana. También dicho canon y
ortodoxia filosófica entendía la predisposición hacia una virtud máxima del
hombre, que era, hablando un poco pronto, universal. Sabemos la individuación
de los placeres humanos, de su diversidad. Y, aunque como especie, como
generalización de sentimientos, sean físicos y psíquicos, la posesión del
bien felicidad, en cuanto a la diversidad de los bienes placenteros eudamoníacos,
es un estado particularizable, pero su descripción, es decir, su funcionamiento,
su reacción psicofísica es general. La
felicidad, pues, es un estado de los bienes placenteros o menos dolorosos
maximizado- por ejemplo la paz-, y que en su goce, en su placer intenso
maximizado, se desnaturaliza, y, en virtud de la imprescindencia entre psique
y fisis, es un estado psicofísico, es la felicidad: otro estado, otra
naturaleza, otra esencia, otra explicación esencial. El hombre es una Psicofísica,
los placeres son psicofísicos, la felicidad, lo hemos dicho, es psicofísica.
Por lo tanto, si su naturaleza es psicofísica, la explicación de ese estado
general en los hombres, aunque los medios y bienes sean particulares, ha de
tener una descripción y, dentro de lo posible, explicación psicofísica. Por ende, los placeres sumos han
de tener, lo hemos dicho, una explicación del cuerpo y del alma: el conjunto
placentero entre cuerpo y alma, llevado a su primacía, a su superioridad, es
la felicidad. La descripción, la explicación, la elucidación más plausible
dentro del campo eudamoníaco es, en el cuerpo, en efecto, una de las sensaciones
más gratas en la vida del hombre, con un asiento de aptitud de optimización
de carácter físico, corporal; y en la mente, asaz intangible y abstracta,
asaz menos epistémica y explicable, lo óptimo del alma es, hay que decirlo,
también placentero y hedónico… La relajación, la paz, la virtud feliz
anímica- y, por ende, estos bienes resencializados, renaturalizados, juntos o
no, en otro bien mayor, el placer sumo o felicidad psíquica- existe también,
como un músculo: un órgano que no se ve, pero que sí se siente; invisible,
intangible; el alma, la psique, no deja de ser hedónica, y, en su conjunción
corporal-anímica, logra, antes que una interacción, una conjunción, una
mixtura feliz. Nota epilogal. Las
organizaciones humanas y la felicidad. Oímos
hablar de un bienestar de economía en la eminente organización de los
humanos: las diferentes instituciones políticas y sociales y su capital
plasmación: el estado. Las
organizaciones políticas y legales, acaso como herencia de una época de
hambre generalizada, omiten la palabra e incluso cualquiera de los conceptos
más o menos de a pie de la felicidad: la felicidad es algo apolítico. A los
estados y sus leyes, generalmente, más todavía en la praxis, no les incumbe. La dañina inteligencia técnico-científica
en su faz nuclear, se vería compensada por otro tipo de acción cognoscitiva y
sensible, la eudamoníaca, si la moralidad imperial y destructiva, y negligentemente
autodestructiva, permite incluir en los idearios y en las prácticas legales a
la felicidad. Claro que la satisfacción, según el dote psicofísico de un ser
humano, de sus necesidades básicas alimentarias, por ejemplo, podría ser un
caso feliz, algo que el deseo y la realidad permiten. Pero lo usual resulta
ser que es una satisfacción radicada en una realidad asaz exacerbada y
exasperante, demasiado injusta con los deseos más imprescindibles, más
innegables. En esta época de tecnologías, si se logra la satisfacción global,
la felicidad- y no solamente ella en las estrellas del fútbol eudamoníaco
ronaldesco, si bien es éste el deporte cada vez más pragmático y empresiaral
que nos toca-, ha de estar, pues, en los idearios y prácticas de las
organizaciones sociales y políticas. La felicidad como meta no solamente
personal, del individuo, sino como meta posiblemente futura del estado en su
polemizada interacción con el individuo. Ello, que parece una utopía, en
vista de la capacidad técnica en contra del hambre, la enfermedad y los males
más concretos, y claro que reconociendo la imprescindencia y el fervor de
otros objetivos más palmarios, materiales, actuales, no deja de ser una
posibilidad futura, una vez que se hayan subido los otros escalones,
actualmente más necesarios. El individuo y el estado, la soledad y la
socialidad, podrían verse, además de la legalidad ética o estatal, embarcados
en una búsqueda común, siempre en un futuro difícilmente avizorable por
ahora, en el estado óptimo y superior psicofísico que nos ha ocupado: La felicidad. |
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