Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo. ISSN 1669-9092 |
Número
14 Año IV Primer Cuatrimestre 2007 |
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EL HUMANISMO, LA ÚLTIMA GRAN UTOPÍA
DE OCCIDENTE JORGE MAJFUD
(URUGUAY)
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Una de las características del pensamiento
conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo
según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En
su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el
diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su
práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo:
políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos
muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de
seguridad. Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad
de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es
decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista
de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural
de la pasada Era Moderna. Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas,
económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los
principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad
al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y
valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los
estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes,
no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber
acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se
extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de
Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres
comunes ("We the people…") era la respuesta a los
absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV,
"l'État c'est Moi". Más tarde, el idealismo humanista del
primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía
progresista de abolir la esclavitud. El pensamiento conservador, en cambio,
tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes,
entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable
para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del
pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor.
Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe
prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en
sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran. Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce
en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la
sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es
vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo
se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los
principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es,
precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un
gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación,
en cambio, deben ser "responsabilidades personales" y no una carga
en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los
soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los
ricos. Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría
de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia
del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y
mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano
que las corporaciones y el capitalismo en su raíz? Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard,
Samuel Huntington, "el imperialismo es la lógica y necesaria
consecuencia del universalismo". Para nosotros los humanistas, no: el
imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza
a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la
uniformidad en nombre de la universalidad. La universalidad humanista es otra cosa: es
la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud
física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última
instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera
una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and
so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington
nos recuerda: "Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de
sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la
violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los
no-occidentales nunca lo olvidan". El pensamiento conservador también se diferencia del
progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se
degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la
concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de
perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los
mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el
mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la
cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno. Para el humanismo progresista no hay individuos
sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya
individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema
en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre
deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con
los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza. El humanismo, como lo concebimos aquí, es la
evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias
culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por
los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como
taras de esa geopsicología. Ahora, veamos que la magnífica paradoja del
humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió
entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión
secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en
principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en
el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno. Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo
como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la
mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo
como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente
fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde
el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo
lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por
algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral
en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más
cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo
pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la
frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy
usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están
rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un
largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros
mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de
India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una
forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del
mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o
desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no
esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta
cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia
colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos
y no por unos pocos iluminados. Según nuestra visión, que identificamos con el
último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el
compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso,
un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en
esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era
Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual
podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o
derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o
secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el tribalismo,
entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la
visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los
valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo
de evolución. Ésta
es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la
historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir
lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía
entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización
del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que
aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia. |
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