Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo. ISSN 1669-9092 |
Número 6
Año II Abril/Mayo 2004 |
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FILOSOFIA
ARGENTINA TRES IMAGENES DE
LA LIBERTAD CREADORA: KORN, ROUGES, FATONE Víctor Massuh (Argentina) |
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La "libertad creadora" de
la que nos habló Alejandro Korn es una tendencia, una dirección, un
movimiento que desde el fondo de la pura animalidad asciende hacia las cimas de
lo humano, las lejanas metas de nuestra ventura. Ella se identifica con el
duro trabajo de ser hombre, con el esfuerzo de la libertad moral trabada en
un cuerpo a cuerpo con la necesidad: algunas veces cae pero se recobra de
inmediato. En este largo camino, la libertad ha conquistado algo; pero está
dispuesta a ganarlo todo, a vencer definitivamente la necesidad, las fuertes
sombras de la noche animal y del pasado prehistórico, el capricho de las
circunstancias, el loco vaivén de las pasiones. La libertad, afirma Korn,
conducirá algún día a la libertad total. Pero este notable filósofo argentino
que leía a los místicos y escribió poemas, que reflexionó sobre la libertad
permaneciendo fiel a la razón kantiana y sus prudencias, no pudo esconder del
todo la herida que en un costado le hizo el misterio. Su ironía apenas
ocultaba el ardor de los interrogantes últimos. El anciano socialista osciló,
toda su vida, entre una actitud que entiende la libertad como acción decidida
y otra que la concibe como renuncia a la acción, entre la valoración del
luchador que penetra en el mundo blandiendo su arma y con un grito de guerra,
y la de aquel que recoge la guerra en sus entrañas y se retira del mundo. El
mismo había señalado la alternativa: Leonardo da Vinci o Francisco de Asís.
Lo que equivalía a decir: aquel que descubre la libertad en un activismo
lúcido y vital, o el que asciende a ella por las vías de la contemplación
ascética. La libertad se confunde con el movimiento de nuestra mano, o bien
radica en el movimiento silencioso que rodea a la quietud de nuestra mano. El
filósofo se decidió por Leonardo y por Fausto: Am Anfang war die Tat. Esta
opción está en su palabra escrita: más que el asceta, figura religiosa de la
renuncia, prefirió el apóstol, figura religiosa de la acción. Pero en sus
poemas, en la soledad, en su ironía, en las entrelíneas de sus ensayos, se
advierte que el Poverrello de Asís fue el predilecto de su corazón, que las
palabras del místico Eckhart resonaron más hondamente en él que las del fausto
y que la "libertad creadora" también puede ser entendida como la
divisa mundana de quien no cuenta demasiado con el mundo.
Recuerdo la primera vez que ví a
Alberto Rouges, hace muchos años, en la Facultad de Filosofía; era una tarde
del ardiente verano tucumano. Rodeado de los jóvenes profesores de una
Facultad recientemente creada, apresados ya todos ellos en las mallas de una
gran admiración por su talento, Rouges iluminaba como un sol aquel fecundo
medio provinciano que él quiso entrañablemente con fidelidad serena y sin
eclipse. Para Rouges la libertad era el
movimientod el ser en su ascensión hacia las más altas jerarquías, es el
nombre con que el espíritu designa su apetencia de lo eterno. La libertad es
una empresa divina, afirmaba, que se propone tomar al tiempo dentro de sí y
purificarlo dentro de sus dimensiones menguadas, ensancharlo y abrirlo como
un gran ojo desde cuyas alturas pueda abarcarlo todo: el pasado, el presente
y el futuro. La libertad quiere redimir al tiempo, volverlo a su destino
verdadero: la eternidad. El tiempo adecuadamente entendido no sólo es el
transcurso que va de un pasado a un presente unidos y actualizados en un
acuerdo de mutuos enriquecimientos; es también anticipación del futuro. El
ser espiritual se define como la tentativa de corporizar las tres dimensiones
del tiempo en una sola realidad, en un éxtasis unitario y divino. La empresa
de la libertad se identifica con la aventura del ser en su constante
ascensión hacia las más altas jerarquías, hasta alcanzar aquélla que abraza a
todas las restantes en su seno: la eternidad. Corrrigiendo a Bergson con la ayuda
de Plotino y San Agustín, demostrando la sobrecogedora actualidad de los
antiguos, dando testimonio de universalidad en un medio provinciano,
encontrando en la soledad aguas puras para su sed de conocimiento, haciendo
el don de su tiempo con la generosidad derrochona de quien sabe que en él se
esconde algo más que la pura fugacidad. Rouges fue en persona el más noble
testimonio de la libertad creadora. Reflexionó sobre ella como un filósofo,
la vivió como una experiencia sagrada, pero también la asumió como la tarea
de una cotidiana inmersión en el mundo.
Como los dos grandes
pensadores argentinos que ya he mencionado, Vicente Fatone también hizo de la
libertad creadora el eje de su pensamiento. Ella transitó por su obra, se
movió con gran desenvoltura, se vistió con distintos nombres. Algunas veces
la libertad se llamó juego. Durante más de ocho años consecutivos
Fatone firmó artículos periodísticos con el seudónimo de Juárez Melián. Se
trataba de notas en las en las que dominaba con un rasgo levemente irónico,
un ánimo juguetón, contemplativo y sonriente como el de un sabio chino. Todas
ellas expresaban una tendencia lúdica del propio Fatone, tendencia
habitualmente reprimida de un hombre grave y triste. Juárez Melián venía a
ser el momento de la inocencia y el juego intelectual. Pero Fatone se había
empeñado, además, en una legitimación filosófica de toda tendencia
lúdica: aquel que juega y ha instalado la gratuidad en el centro de sus
actos. El quehacer inocente del juego, decía, es el estremecimiento
originario de la libertad, el acto que mejor reproduce el instante dinámico
de la libertad creadora. Fatone lo creía así y no en vano manifestó
gran predilección por acertijos, juegos de ingenio, pasatiempos de sobremesa;
con su nombre publicó un libro titulado Cómo divertir a chicos y grandes.
En otro nivel, y respondiendo a esta misma imagen de la libertad, el
orientalista Fatone gustaba en demorarse en el examen de aquella concepción
del Vedanta según la cual Brahma crea jugando. Allí la divinidad era
concebida como un Gran Ilusionista que engendra este universo de apariencias,
en un acto consecuentemente lúdico. En verdad no era raro que el filósofo
argentino valorizara tanto los artículos de Juárez Melián: su actividad era
la que estaba más cerca de los dioses. Otras veces la libertad se llamó rebeldía.
Fatone fue periodista, diplomático, educador; pero a través de todas
estas funciones mostró su dimensión esencial: la del filósofo. Siempre
encontramos al hombre que quiso reducir lo oscuro a lo claro, lo complejo a
lo simple, transformar lo desornado en armonía. En cualquier acción o momento
de su vida lo hallamos comprometido en un filosófico esfuerzo contra el caos.
Pero esta vocación por lo claro, por las líneas precisas del dibujo
intelectual, este mediterráneo amor por la luz, se evidenciaron aun en las
formas más exteriores y circunstanciales de su vida: desde su pulcritud en el
vestir, sus notas de clases, hasta el orden inteligente y escrupuloso de su
extraordinaria biblioteca. Esta misma opción por la claridad, por el logos
en suma, se advirtió también en su resistencia a toda forma de irracionalismo
entendido como expresión de una abigarrada subjetividad. Y cuando valorizó a
grandes representantes del irracionalismo filosófico como Pascal, Nietzsche,
Kierkegaard y Unamuno, lo hizo porque vio en ellos las encarnaciones de la
rebelión de la libertad contra un orden artificialmente codificado. Los
valorizó porque ellos pertenecían al linaje de los pensadores solitarios y
libres que rehúsan aceptarse dentro de los cuadros de una tradición
dominante. Había en estos irracionalistas una cierta marginalidad cultural,
de tono casi ahistórico e iconoclasta, que Fatone compartía profundamente. La libertad también se llamó ascetismo.
Fatone manifestó una definida predilección por la mística. Esta actitud
del espíritu -afirmaba- nada tiene que ver con lo irracional, con lo oscuro
instintivo, los movimientos del inconsciente, las efusiones emocionales, las
negaciones de la razón, los raptos, los deliquios casi hedónicos de la
experiencia religiosa. Para Fatone, la mística tiene su propio orden
especulativo. Existe una lógica mística, un logos de su experiencia,
un orden interno que la aleja definitivamente de lo irracional. Mas bien,
Fatone reconoce el nexo que acerca la mística a la lógica y la matemática.
Estas dos últimas disciplinas coinciden con la mística en su común afán por
"eliminar lo superfluo" y en el hecho de que definen ejercicios que
corresponden a una ascética del pensamiento. En su ensayo "El
extremismo de la filosofía oriental" (1948) escribió: "Pero la
lógica constituye una disciplina capaz de tentar a los lógicos. Con sus
rigurosas prácticas que convierten los itinerarios contemplativos en una
actitud casi esquemática, y totalmente certera, los ascetas de la India se
predisponían a ver en el análisis del pensamiento reflexivo algo así como una
traducción racional de aquella 'eliminación de lo superfluo' en que, en
definitiva, consiste hasta el éxtasis. Mística y lógica resultan así dos
maneras igualmente legítimas de recogimiento del espíritu sobre sí
mismo". La mística y la lógica representan, para Fatone, dos formas de
ascetismo, dos ejercicios de una progresiva liberación. La lógica implica un
ascetismo del pensamiento: un despojamiento de lo confuso. La mística es un
ascetismo del espíritu: un despojamiento de nuestra condición perecedera. A
lo largo de este proceso, Fatone quedó con dos términos a los que no renunció
jamás: la razón y lo eterno. El instrumento del logos, el poder
ordenador del caos, por un lado; por otro, la realidad que queda a salvo de
todo lo que muere. De este modo, la problemática que frecuentaba el filósofo
argentino aparece condicionada por aquellos dos términos y es, entonces, la
de la m1stica especulativa. La auténtica forma de su mística resultó
ser, en consecuencia, la de la vía negativa. Su nihilismo rechazó todo
componente eminencial. Se trataba de una actitud tocada por un fuerte pathos
lógico. Fatone se inscribía, de este modo, en una tradición que hace de la
razón el instrumento de la comunión con lo absoluto; y el ejercicio de tal
instrumento es el itinerario de una ascética liberación. La libertad también se llamó independencia
absoluta. Generalmente se considera a la mística como una
"variedad" de la religión. La experiencia mística, se dice es una
de las formas que reviste la experiencia religiosa. Pues bien, Fatone afirmó
lo contrario: sostuvo la autonomía de la mística frente a la religión. Para
definir la experiencia religiosa solía emplear la fórmula de Schleirmacher:
es sentimiento de dependencia absoluta. Este sentimiento incluye
incluye diversas actitudes tales como la devoción, el culto, el
reconocimiento de la "nihilidad" humana frente a una divinidad
trascendente. Todo esto es religión. La mística, por el contrario, afirmaba
Fatone, se define como experiencia de independencia absoluta. Por esta
última, el hombre se identifica con una realidad suprema que no es distinta a
la de su esencia más humana. La experiencia mística implica liberación de
aquello que en el hombre hay de divino. Trátase de una experiencia que no
admite potestad alguna, no entraña ningún acatamiento. Es Dios encontrándose
a sí mismo por un acto de libertad humana. El último nombre de la libertad en el
pensamiento de Fatones, es la nada. Al distinguir las esferas de la religión
y la mística, el filósofo argentino sostuvo que la experiencia religiosa lo
es siempre de lo condicionado: lo absoluto es entendido en la forma de
una divinidad personal. La experiencia mística, en cambio, lo es de lo
incondicionado. Es claro, Fatone se adelantó a las objeciones que esta
distinción puede suscitar, arguyendo que la experiencia mística no es
experiencia de esto o de aquello, sino de la nada. El
filósofo argentino se remitía al testimonio de la larga tradición de la
mística especulativa tanto de Oriente como de Occidente; en sus trabajos
encontramos constantes referencias a Plotino, el Pseudo-Dionisio, Meister
Eckhart, Hensi Suso, Angelus Silesio, Tauler, San Juan de la Cruz, Lao-Tsé,
Chuang-Tsé, Nagarjuna y Shankara, entre otros. En suma, el filósofo argentino
se reconocía a sí mismo incorporado a la tradición que elige la vía
negativa, que hizo de la nada el objetivo de la libertad suprema. esta vía
es concebida como el instrumento ascético de sistemáticas negaciones, de
duras supresiones. Se rechaza todo objeto temporal, toda imagen, toda idea,
todo deseo, todo movimiento de la voluntad. Se trata de suprimir todo residuo
antropomórfico. En la experiencia mística es preciso despojarnos de aquello
que se vincula a nuestra "condición de criatura", de modo que
podamos realizar en nosotros esa "nada en que somos cuando no
éramos" según palabras de Meister Eckhart. La experiencia nihilista de
la libertad supone un ejercicio de eliminaciones que finalmente deja
subsistiendo lo que en nosotros no es nacimiento, lo increado, esa
"chispa" de eternidad que nos constituye y que somos. La
experiencia mística viene a ser, para Fatone, una vivencia individual,
asumida en la extrema soledad y por la cual el hombre se recoge de lo
superfluo, abandona el devenir, suprime el tiempo, y vuelve a lo hondo de un
"sí mismo" eterno y divino. Trátase de un reencuentro de la
eternidad consigo misma, de cada uno de nosotros con nuestra naturaleza
verdadera. Por ello es que Fatone frecuentaba la imagen del retorno. "Seres
itinerantes -escribió-, terminamos por descubrir que todo viaje es un
regreso: como el Simur de la alegoría persa, al fin del viaje nos encontramos
con nosotros mismos. Este regreso del hombre a "sí mismo", este
retorno a su esencia verdadera, no es otra cosa que la inmersión ascética de
su ser en la libertad incondicionada y sin figuras de la nada eterna.
Pero esta nada, que según Fatone constituye la estación última del
itinerario místico, no debe ser concebida como actividad sino como total quietud.
No es movimiento sino pasividad, no es acción sino contemplación. Lo
absoluto no es concebido como total impasibilidad. De allí que las imágenes
más expresivas de la independencia absoluta sean negativas; son
figuras que niegan toda figuración: el vacío, la nada, el puro espacio, el
silencio, el absimo, la noche. Estos vocablos negativos tuvieron, en boca de
los místicos, el carácter de verdaderos ideogramas de lo eterno. Dijimos que Fatone identificó a la
libertad con la nada y que hizo de la pasividad y el no-hacer las
metas últimas del comportamiento místico. Solía repetir aquella vieja fórmula
de la sabiduría taoísta: "no hay nada que el no-hacer no haga".
Prefirió entender lo absoluto en la forma negativa y a Dios más como reposo
que como actividad. No obstante, este filósofo mucho más budista que
cristiano, más contemplativo que inclinado a la acción, más solitario que
sociable, más indiferente que apegado, supo sentir entrañablemente el destino
de su propio país y el drama de su libertad. El filósofo desapegado y
creyente en la nada eterna, supo entregarse, paradójicamente, a este
pequeño algo que fue su tierra; por ella actuó, sufrió prisión en épocas de
tiranía y aceptó servir. El filósofo de la libertad mística supo asumirla
en su dimensión cotidiana y política; el místico del no-hacer supo
actuar con intensidad y eficacia. Y esto porque Fatone fue un contemplativo
que había aceptado la acción. Era eficaz con ella porque en su corazón
había conservado la quietud. En el vértigo del movimiento permanecía
inamoviblemente centrado. Maestro en paradojas, se complacía en repetir
aquella imagen taoísta de la rueda que gira sólo en virtud del vacío y del
reposo de su centro. Es este reposo el que la mueve. Aun apasionado, siempre
se sabía que en este hombre algo permanecía al margen de toda pasión,
y al margen del objetivo de esta pasión por más valioso que él fuera. Además,
actuaba sin importarle los resultados ni los frutos del éxito. Fatone no fue
un hombre de acción; pero supo triunfar en ella porque, como el Arjuna del Bahavad-Gita,
entra a la lid habiendo renunciado a la victoria. |
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